Agua

Nubes de azúcar, un estanque de agua verdosa y fría, nenúfares rosas y violetas. Voy entrando con los pies descalzos; a cada paso, una polvareda de tierra se levanta y me enturbia la mirada. Me meto en la nada, me sumerjo y espero. Noto bancos de renacuajos y pececillos revolviendo el agua que envuelve mis pies y mis tobillos. Siento los dedos como míos, como si los redescubriera de nuevo en este momento, como si nunca hubieran estado aquí conmigo. Cierro los ojos y noto la brisa fresca, cómo me empuja hacia atrás y me libera. Oigo las hojas de los árboles que, aunque ya lejos, me esperan en la orilla pacientes, durmiendo. Extiendo los brazos y muevo los dedos. Siento que en mis yemas tengo cubitos de hielo redondos y transparentes, que se van derritiendo a medida que me acerco al sol.

Pero no lo consigo. La brisa me arranca del sitio, hace que mi pelo se remueva violentamente. Cierro los ojos y aprieto los puños, preguntándome si hay alguien ahí, en algún lugar entre las montañas desnudas y afiladas. Grito el silencio que llevo dentro de mí desde hace mucho. Siento mis mandíbulas herméticas, y el palpitar en mi cabeza me acuchilla con insistencia. Los pensamientos de antes se me tiñen de coral. Y, otra vez, muero en vida, sin poder respirar.

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