El muelle

Érase una vez un hombre que solía ver los atardeceres sentado en un muelle. La madera vieja se quejaba cuando alguien se subía y paseaba sobre los tablones, mientras la nata espumosa del mar rompía en los pies de aquel hombre divagante y panorámico, distendido, medio loco, aturdido. La palma de sus pies rozaba livianamente la superficie del agua, sentía el frescor, la brisa, las olas, la vida, yéndose en cada viaje al horizonte. El azul verdoso era penetrante, casi mágico, casi aire, pero con más cuerpo. Veía a las pequeñas barcazas a lo lejos echar sus redes, los humildes pescadores recogiéndose cuando el sol estaba en lo más alto y más apretaba, las botas brillantes y negras o añiles arribando a la orilla, a la arena compacta de las doce.
El hombre tenía un sombrero, y pelillos rizados y canosos, como serpientes viejas, tan viejo era... las moscas se hundían en sus arrugas, profundas, irremediables, sus mofletes eran placas tectónicas a pequeña escala, como pintadas en un lienzo grisáceo, como perdidas en un cielo negro, con tormenta, así era su pelo... sus ojos, tan claros como el viento, tan azules que eran blancos, transparentes, aguados,... sus manos ahogadas, su boca gélida, su cuerpo de agua.

Subió la marea.
Al fin y al cabo, era un hombre de mar...

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