La demolición

Dalia vivía en un jardín de la novena planta de un bloque de apartamentos viejos. No había mucho espacio, pero le gustaba pasar las horas tomando el sol y cogiendo color. Le gustaban los molinillos de viento de colores que yacían clavados en la tierra; los había grandes y pequeños, con motivos y sin ellos, todos de muchos colores, como a ella le gustaban. Le encantaba moverse al son del viento y saborear los sonidos que traía del apartamento de abajo, procedentes de las horas de concentración de un joven estudiante de conservatorio.

Todo transcurría con la anormalidad de siempre, hasta que un día sucedió lo que tenía que pasar: el edificio tenía casi setenta años de antigüedad y amenazaba con derrumbarse, por eso habían ordenado derruirlo y compensar a las familias con nuevas casas, un poco más lejos de allí, y una cantidad de dinero. Así que, un cinco de abril, las escaleras se llenaron de maletas, el ascensor no paraba de bajar y subir con bultos y muebles (los más imprescindibles), con recuerdos y con mochilas llenas de momentos inolvidables. El edificio se convirtió en una gran ciudad en movimiento. Algunos lloraban, otros berreaban, abandonando sus pasados y sus presentes más recientes y los que tendrían que venir después.

Pero Dalia no podía mudarse y no tuvo más remedio que esperar a la demolición.
Ella había echado sus raíces en el jardín.
Porque su dueña la había plantado ahí.
Para siempre.

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
Esa sensibilidad un día te va a convertir en agua, fina y transparente. Cualquier ruido hará que vibres, formando ondas, y sólo tú decidirás cuánto abarcan esas ondas. Y si quieres que lo abarquen todo, sencillamente, lo harán. Ese será tu miedo.

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